El señor Dante

En el barrio lo conocíamos como Dante. El loco Dante; Dante, el borracho; el viejo Dante o Dante (con el gesto del índice en la sien). Nadie supo nunca de dónde venía ni su verdadera edad. Algunos decían que era un boxeador que había enloquecido por los golpes en la cabeza; otros afirmaban que había sido abogado y que una mujer lo había dejado en la miseria. La señora del peluquero de mi mamá quería que lo encierren, para seguridad de todos. Unos pocos aseguraban que era inmortal. El señor Dante, como yo le decía sostenido por risas cómplices de mis padres y sus amigos, era un hombre gris y sucio, de barba blanca y pelos deshilachados hasta los hombros. Tanto en invierno como en verano vestía un pulóver rojo oscurecido por la mugre y un pantalón azul o negro. Entre el pantalón y el pulóver, Dante a veces usaba un grueso cinturón de cuero con una hebilla enorme en forma de O rectangular. Una oscura mañana de invierno, cuando iba en bici a la escuela, vi que cruzaba la calle unos 50 metros delante. Había viento y lloviznaba un poco, en la calle sólo estábamos él, sus perros y yo. Pensé cruzarme, pero creí que si detectaba mi miedo me atacaría. Había escuchado que los perros hacían eso y con nueve años de edad yo no podía asegurar que los hombres inmortales no compartieran alguna cualidad con los perros. Bajé la velocidad y seguí pedaleando, durito y con la vista fija en el infinito de la calle vacía. Tres o cuatro pasos antes de cruzarlo nos miramos a los ojos. Los suyos eran claros, tal vez grises o celestes, pero llenos de capilares rojos. Los míos debían estar asustados. Pedaleo 1… pedaleo 2… y… –¡Muchachito! ¡pará! –dijo sin gritar, pero fuerte. Hice como si no lo hubiese escuchado. Pedaleo 3. –¡Muchachito! ¡pará! ¡parate ahí nomás! –gritó con fuerza, casi con desesperación. Yo lo había escuchado gritar cuando relataba partidos de Boca Juniors a cualquier hora. (Los que sabían de fútbol decían que esas jugadas no eran inventadas, que habían existido de verdad, pero hacía muchísimos años.) Estos gritos fueron distintos, portaban angustia. Dejé de pedalear y paré sobre el cordón. El corazón me latía en las orejas y en la frente. Sentí que un río de lava ascendía desde la boca del estómago hasta la garganta. Dante se cubrió con el cartón de una bolsa de cemento y se acercó a mí tambaleando. Las manos me sudaban. –Muchachito, m’hijito. Disculpame los gritos. ¿Te asustaste? –No, para nada. –Te llamé porque en la otra cuadra hay unos cables de alta tensión caídos. Como está lloviendo me dio miedo de que no los vieras. Tené cuidado. Andate por la 4. (Los nombres de las calles en Santa Teresita son números). –¡Gracias Dante! –le dije exultante sin poder contener la risa que me venía de la panza. –¡De nada, amigo! –me contesto despidiéndome con la mano–. ¡Viva Boca! Desde ese día, para asombro y preocupación de mis mayores, cada vez que el señor Dante y yo nos cruzábamos celebrábamos nuestra amistad: –¡Chau amigo! –gritaba él o yo agitando el brazo. –¡Chau amigo! –contestaba yo o él con el mismo gesto. Hace poco, Esteban, mi amigo de la infancia, y yo coincidimos en un bar. Después de media hora surgió el tema de Dante. “¿Te enteraste que Dante murió en un hospital de La Plata, hace tres años?” preguntó como al pasar. No le contesté. Quedé mirando por la ventana la tarde gris y lluviosa de Santa Teresita, preguntándome si los hombres inmortales morirían alguna vez.

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